El otro día estaba en una cafetería y en la mesa de al lado un niño, de unos cinco años, se removía inquieto en la silla. "Mamá, me aburro", canturreó alargando la o hasta el infinito. ¿La respuesta de la madre? Sacó su teléfono y le enchufó YouTube.
Fin del aburrimiento.
¿Y fin del niño?
Jugar (sin pantallas) no es un lujo, es una necesidad. El juego es lo mejor que le puede pasar a un niño porque, mientras lo hace, desarrolla habilidades motoras, aprende a negociar, a compartir, a perder (y no volverse locos por ello).
También afina su pensamiento crítico y descubre el mundo. Lo que los adultos llamamos habilidades sociales, ellos lo practican en cada escondite, en cada piedra convertida en cohete, en cada "ahora tú eres el malo".
El problema es que, si un niño no juega, busca (o le damos) otra cosa. Y ahí entran las pantallas.
Vivimos en la era del entretenimiento exprés.
Los niños no pueden aburrirse porque, al mínimo bostezo, les damos un tabletazo en la cara. Resultado: cada vez hay más niños que no toleran la frustración. No consiguen algo, lloran. Se les cae el juguete, gritan. Y nosotros, en vez de ayudarles a gestionar la emoción, les damos una solución rápida y brillante en HD.
El problema es que, para cuando esos niños crezcan, la vida no vendrá con un botón de “saltar anuncio”.
Mientras tanto, en esos momentos de aparente “nada”, los niños también empiezan a construir su identidad. ¿Quién soy cuando no hay nadie diciéndome qué hacer? ¿Qué me interesa cuando nadie me entretiene? El aburrimiento no sólo fomenta la creatividad, sino que es el espacio donde un niño empieza a reconocerse a sí mismo.
Y es precisamente aquí donde el daño de las pantallas se hace más profundo y menos visible. Cuando un niño está constantemente entretenido con contenidos prediseñados, no sólo pierde la oportunidad de aburrirse y crear, sino que ve reducido drásticamente su tiempo de juego simbólico. Ese juego donde una caja se convierte en nave espacial o donde ellos mismos se transforman en doctores o exploradores es sustituido por historias ya fabricadas y personajes predefinidos. La pantalla ofrece un mundo completo y cerrado; el juego simbólico, en cambio, es un universo abierto donde el niño es el creador. Y esta diferencia es muy importante para su desarrollo.
No es sólo jugar…
Es su manera de entender el mundo, de practicar la vida sin miedo al error. Y, de paso, de construirse a sí mismos. Es ese juego simbólico, ese jugar “a ser otra cosa”, el principal entrenamiento para la vida.
Es a partir de los 2 años (o incluso antes, si tienes un crío precoz o especialmente teatrero), cuando los niños empiezan a jugar a lo que no son. A ser médicos, papás, superhéroes, monstruos... Se convierten en protagonistas de sus propias historias. Y en ese aparente caos imaginativo están construyendo algo muy serio: su forma de entender el mundo.
Esto no sólo les genera disfrute, sino que cumple funciones importantes para su desarrollo social, emocional y cognitivo, incidiendo también en la construcción de su identidad personal.
En el terreno emocional, la simulación se convierte en un laboratorio seguro donde los niños pueden ensayar la expresión y gestión de sus sentimientos. Al sumergirse en juegos de roles, pueden explorar emociones intensas de manera controlada y lúdica: fingir miedo, enojo o tristeza dentro de una historia les permite acercarse a esos sentimientos sin las consecuencias del mundo real. Por ejemplo, una niña que juega a ser médico curando a su oso de peluche quizás está procesando su propia experiencia reciente en el pediatra, transformando su miedo inicial en una sensación de control.
A nivel de desarrollo intelectual, al fingir situaciones, los pequeños ponen en marcha procesos cognitivos complejos: tienen que recordar secuencias, practican la atención, crean planes, asignan “reglas” a la ficción y resuelven problemas que surgen en sus tramas imaginarias. Es en este proceso donde la mente infantil comienza a tejer las conexiones que, con el tiempo, permitirán un razonamiento más abstracto y una mayor capacidad de resolución de problemas.
Además, en este tipo de juego el niño opera en un nivel de desarrollo superior al habitual, “como si fuera una cabeza más alto que sí mismo”. Es decir, crea una situación en la que puede actuar por encima de su edad promedio y conducta diaria, desplegando funciones mentales más avanzadas.
…también es crecer
El juego simbólico no sólo fomenta la creatividad y el aprendizaje, sino que también es una forma en que el niño construye su propio yo, reforzando la autoestima y la autopercepción positiva. Al tener éxito en sus mundos de fantasía (“atrapé al malo”, “cuidé del bebé enfermo” etc.), el niño genera sentimientos de competencia y adquiere confianza en sus habilidades, lo que se traduce en una autoimagen más fuerte.
Por otro lado, al recrear eventos cotidianos, los niños pueden procesar aspectos de su propia vida e identidad: por ejemplo, un niño que juega a ir al supermercado tal vez está interiorizando el rol de ayudante que tiene en su familia, o uno que juega a la escuela reproduce dinámicas que vive como alumno, pero probándose ahora como maestro. Estos ejercicios imaginativos contribuyen a dar coherencia al sentido de sí mismos, conectando sus experiencias reales con su expresión en el juego.
Además, también les da libertad para romper estereotipos y ensayar roles distintos, lo cual amplía su comprensión de sí mismos más allá de rígidas categorías. En suma, el juego simbólico funciona como un espejo y a la vez un laboratorio de la identidad: refleja lo que el niño vive e interioriza, y le permite experimentar con lo que quiere llegar a ser.
Así que, la próxima vez que tu hijo te diga “me aburro”, celebra, porque estás haciendo algo bien, y dale tiempo para que invente. Porque ahí, en ese vacío, está la oportunidad. Tal vez invente un juego nuevo.
O tal vez descubra que con un palo y una piedra puede montar una revolución.
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Vygotsky, L. S. (1978). The Role of Play in Development. In Mind in Society. (pp. 92-104).
¡Me encantó lo que escribiste! Me lo recomendó Vane de Ficcioncitas; en mi Substack estoy procurando escribir justamente de la mediación lectora y lo mucho que necesitamos la lectura en la infancia. Por si gustas pasar y leerme.
Jo, esto que cuentas es tan común… que yo entiendo que en un momento de desesperación puedas caer en darle el teléfono y que te deje tener una conversación tranquila. Pero no puede ser esa la dinámica habitual. Lo que pasa es que también pretendemos a veces que los niños estén sentaditos en una cafetería comportándose como adultos y eso no debería ser así tampoco. Creo que, además de la intolerancia al aburrimiento, también hay un problema de división de espacios y de falta de esa vivencia más comunitaria que había cuando éramos pequeños nosotros. Entonces si estabas en una cafetería con tus padres y había otro niño en otra mesa acababas jugando y corriendo entre las mesas o en la calle con él. Hoy parece que sí un niño se mueve mucho o habla alto ya está molestando, cuando eso es lo normal. Creo también que, al menos aquí en Barcelona, faltan parques con bar o bares con parque para que los padres puedan estar charlando mientras los niños juegan en un entorno controlado (habelos hailos pero contados). Vaya tocho de comentario 😅😘😘