Hay algo casi obsceno —y no por lo erótico, sino por lo impúdico— en la forma en que nos comportamos cuando creemos estar solos. No me refiero a los actos privados ni a los secretos inconfesables, sino a esos gestos mínimos, casi invisibles, que sólo emergen cuando el mundo entero se ha retirado.
El otro día, mientras fingía no espiar a mi hija —actividad perfectamente legal cuando eres madre y tienes espejo— me encontré con una escena que parecía trivial: estaba jugando sola, o eso creía ella. Porque los niños son expertos en fabricar realidades alternativas donde las estanterías son castillos, los cojines son volcanes y tú, por alguna razón, eres invisible. Lo interesante de todo esto fue observar cómo jugaba, con esa libertad absoluta de quien sabe que nadie la está mirando.
Ahí apareció, sin avisar, la idea central de este email: no existe el yo sin los otros.
Nos gusta pensar que somos únicos, originales, independientes, auténticos y fantabulosos. Que lo que decimos, pensamos y sentimos es sólo nuestro. Pero no es así. Nos habitan los otros. Nos construyen. La identidad que tan celosamente custodiamos no es más que un eco.
Recuerda, por ejemplo, aquellas frases aparentemente inofensivas: una madre diciendo “eso no se hace”, un maestro apuntando “eres brillante” o, más cruel, “eres un desastre”, y comprende que eso que llamamos identidad es, en realidad, un tejido hecho con retales prestados: la crítica sutil del amigo, el juicio silencioso del vecino, el elogio inesperado de tu pareja. Eres incluso la mirada del desconocido del metro que te juzga por llevar los calcetines desparejados (los calcetines no se pierden, se escapan.)
Sin desviarme de este mosaico, me refiero a que cada uno te va pegando su trocito. En definitiva, eres —somos—, el resultado de muchas observaciones cruzadas.
De ahí que me venga a la cabeza —y me perdonarás la cita de manual— aquello de que la vida es un teatro, porque no hay escena sin público. No, no hay un yo sin el otro. Incluso el más solitario de los individuos es, en su aislamiento, un diálogo con lo ausente. Y es que cuando uno se cree solo, esa soledad no está vacía, sino cargada de presencias pasadas, imaginadas o anheladas. Lo dijo Sartre:
El infierno son los otros.
Quizá por eso, cuando alguien dice que quiere encontrarse a sí mismo, convendría preguntarle dónde piensa buscarse. Porque si ha decidido aislarse por completo, si ha optado por el silencio absoluto y la retirada, lo más probable es que no encuentre nada. En cambio, en el reflejo de los otros —aunque nos incomode o nos duela— hay pistas. Si lo que devuelven no nos convence, si esa imagen que los otros nos proyectan se parece poco a lo que quisiéramos ser, aún queda la posibilidad de corregir el guion. Porque el protagonista puede reescribirse.
Quizá por eso, también, conviene no despreciar la identidad flexible, que no es una frivolidad posmoderna sino una herramienta de supervivencia. Y tal vez —si uno se esfuerza en verlo así— un superpoder.
Eso sí, un superpoder que nos han obligado a usar. Durkheim hablaba de anomía, ese estado en el que las normas sociales se evaporan tan rápido que no sabes si estás avanzando, retrocediendo o simplemente haciendo el ridículo en bucle. Pero es aún más peligroso: cuando los cambios son tan rápidos que la brújula deja de señalar, corres el riesgo de perderse. De no saber quién eres, ni quién fuiste, ni quién podrás llegar a ser.
Sin embargo, sigues buscando. Como si en algún rincón del espejo —ese que te delata cuando crees estar a solas— hubiera una versión más fiel, menos prestada, más tuya.
P.D. Hoy no hay una postdata con preguntas, sólo una recomendación que también tiene que ver con las miradas y los peligros de las nuevas identidades: hasta el 18 de mayo estoy exponiendo 20 fotografías en el Centre Cívic Les Tovalloles, en Sant Feliu de Llobregat (a las afueras de Barcelona). Si estás cerca, me haría mucha ilusión que te acerques, porque lo que más me interesa de esta expo no son las fotos en sí, sino cómo se devuelven las miradas: quién mira a quién, cuándo, desde dónde. Y eso sólo se entiende si llevas auriculares. El audio que acompaña la exposición (20 minutos) es, en realidad, la parte más importante.
Qué bien explicas lo que observo y siento en esta parte de mi vida en la que solo me queda aprovechar la vida. Tengo suerte de ser abuelo invisible y poder observar mi nieta que acaba de cumplir siete añitos. Algo que no tuve o no dediqué suficiente tiempo con mis hijos.
Su madre viaja mucho y es mi suerte. Soy el babysitter de oficio, una suerte inesperada. Hoy entiendo perfectamente la frase que leí hace más de 40 años en un “bumper sticker” que se pegaba en esos tiempos en la parte trasera de los coches.
Estaba escrito, “had they told me that grandchildren were so much fun, I would have had them first”.
De Sartre solo leí uno de sus libros. Lo perdí o lo preste vete a saber así funciona la memoria .😜 el título en francés era “Elles et moi”. Era un pequeño libro con frases cortas recogiendo momentos de su vida con cantidad de mujeres. He intentado comprarlo de nuevo pero está fuera de publicación.
Una de esa frases toca parte de lo que escribes. No la voy a traducir porque tu amigo IA lo hará mejor que yo. Decía Sartre: Après dix ans de vie commune, je me demande bien avec qui je vivrai seul à nouveau”. 🤔
Otro ejemplo de lo que nos dices: soy aficionado de ajedrez. Novato y aprendiendo cada día. Me gusta competir y jugar en torneos donde veo y observo mucha gente.
Todos son “somos” en su aislamiento de profunda concentración. Las miradas, los gestos y los faciales que nos presentan son un tesoro para la persona que observa y disfruta de su invisibilidad. Quizá por ese tiempo que disfruto observando y no concentrado pierdo tantas partidas. 😜
Algo interesante ocurrió el otro día en un torneo de veteranos. Este evento es anual y especial porque en los otros torneos hay gente de todos años y géneros. El ajedrez es el único deporte donde compiten adultos, niños, mujeres, hombres y cualquier otro género que siempre existió pero que finalmente hoy salen del armario.
Lo que ocurrió es que este señor de 72 años como yo, fue muy amable cuando nos sentamos enfrente uno del otro. Y durante la partida también. Pero fue un final desastroso para él porque yo siendo novato y él con años de experiencia y un “rating” o ELO como se nombra en el mundo de ajedrez tendría que haber ganada pero perdió. Es cuando su verdadera persona se manifestó cuando le comenté como la partida fue tensa y muy apretada porque tuvimos momentos en los que ambos podíamos haber ganado o perdido. No me respondió y su cara de gruñón apareció. Después de silenciosamente volver a poner las piezas en el tablero me levante y le saludé comentando que el próximo viernes nos veremos en la misma sala y el finjo no haber oído y ni siquiera me miró y se acercó de la pareja jugando en la mesa pegada a la nuestra con amigos suyos dándome la espalda.
Y yo pensé. 🤔 Qué extraño, el comportamiento de este señor hizo que yo olvide de darle las gracias por haber perdido 😜. Es lo que se suele hacer cuando se acaba la partida, se da las gracias por la partida, ya que sin perdedores los ganadores no existen. O quizá es algo que yo me inventé. Va savoir. 🤔
PD: si vienes con tu exposición a Valencia cuenta con mi presencia.
Me ha encantado. Has dejado ahí un hilo para un próximo texto: lo que hacemos cuando (creemos) no nos miran. ¿Y lo que pensamos? ¿Y lo que hacemos sabiendo que nos miran? ¡Saludos!