Pan, jamón y pedagogía: Lo que un bocadillo puede decir sobre nuestra sociedad
Cuando el aula se convierte en un merendero
Prometo que esta escena es real:
Cada semana, en un aula improvisada junto a un campo de hockey aún por regar, se encuentran un profesor y una veintena de alumnos universitarios. Él llega con su mochila llena de conceptos. Ellos, con el sueño pegado a las pestañas porque, a esa hora, decir que escuchan es ser generoso, y decir que atienden, una fantasía.
El profesor lo sabe. Sabe que su público es áspero, impermeable al entusiasmo ajeno. Por eso se prepara a conciencia las clases. Cada año, antes del inicio de curso, le da vueltas a los ejemplos, al orden de los bloques, al ritmo del contenido. Quiere que la teoría respire, que entre sin atragantarse. La noche anterior de cada sesión repasa sus notas, ajusta su presentación, cuadra los tiempos para no ahogar la práctica con la teoría… Todo, en nombre de lo digerible. Pero jamás imaginó que aquella mañana eso se haría tan literal.
Pasó algo que lo dejó atónito.
Del bolso de una alumna emergió una barra de pan. Una entera. Larga, viva, como un animal inofensivo pero inesperado. Y luego, como si fuera una coreografía ensayada, unas lonchas de jamón. Sin exagerar, jamón serrano del bueno.
—No me lo puedo creer… ¿te estás haciendo un bocadillo de jamón en mitad de la clase de Hockey?
Tras la carcajada general y, con todos los ojos puestos en ella, la chica devolvió las viandas a su mochila.
El profesor hizo una pausa. Respiró. Y siguió.
Pero por dentro, algo se le rompió. No era la escena —peores cosas se han visto en aulas y en escaños—, sino la ausencia total de conflicto, la naturalidad con la que sucedía, la falta de tensión entre el gesto y el lugar. Aquello, a esa chica, no le parecía una transgresión.
De verdad, la cosa tiene miga.
Hacer un bocata en clase no es una provocación, no es un gesto contestatario, no tiene relato. Es solo una necesidad inmediata, una lógica de lo instantáneo. Tengo hambre, pues como. Me aburro, pues saco el móvil. ¿Nadie les ha enseñado a esperar?
Y los profesores, ay, ya no son figuras de autoridad. Son ruido de fondo. Han perdido el misterio, el respeto, la pausa. Esa pequeña liturgia del aula, donde hablar era casi un acto sagrado, se ha ido deshilachando ¿hasta desaparecer?
Aquel bocadillo crujiente e indiferente parecía la metáfora perfecta de nuestra época: urgente, individual, silenciosamente insolente.
¿Y el profesor? Sigue enseñando, con la esperanza de que, entre tanto ruido, todavía quede alguien escuchando.
Del crujido del pan al silencio del respeto
Esta escena no es una anécdota aislada: es el síntoma visible de un proceso más amplio que atraviesa aulas, hogares, empresas y calles. Desde finales del siglo XX los sociólogos llevan observando una erosión del concepto mismo de autoridad.
Lejos de ser solo una forma de control, la autoridad ha sido históricamente una referencia exterior que permite al individuo ubicarse: en el aula, en la familia, en la sociedad. No se trata de obedecer sin cuestionar, sino de saber dónde estás en relación con los otros, con las normas, con lo que se espera o se confronta.
Lo explicaba en otra ocasión, nuestra relación con los demás es muy importante para nuestra construcción, pero cuando esa figura referente desaparece o se relativiza, se pierde también una forma de construir la identidad: ya no hay un "otro" con quien negociar lo que somos.
Por eso me preocupan tanto los jóvenes, y por eso monto todo este tinglado: en ese proceso de construcción identitaria, la adolescencia es una de las etapas más duras pero necesarias por las que pasar. Y es que nos formamos como adolescentes chocando con la autoridad: discutiendo con los padres, cuestionando al profesor, rebelándose contra las reglas. Es en esa fricción donde uno empieza a definirse: yo no soy eso, yo soy esto otro.
Hoy, sin embargo, muchas de esas figuras de autoridad ya no provocan conflicto porque simplemente no generan tensión ni respeto. Se vuelven invisibles. Y si no hay nada a lo que oponerse, tampoco hay nada contra lo que definirse.
Además, estamos en una época en la que todo cambia tan rápido que no hay tiempo ni contexto para sedimentar una narrativa personal. Si todo es urgente y descartable, ¿cómo mantener una relación, una idea, un compromiso? ¿Cómo sostener vínculos? ¿Y los proyectos a largo plazo?
Y cuando eso ocurre, cuando esa velocidad nos arrolla, construimos la identidad en función de lo que vemos en las pantallas, en las redes, en impulsos. Todo en presente continuo. Todo descontextualizado.
Por todo esto, la autoridad no se esfuma con estruendo, se diluye. Como esa lluvia fina que parece no mojar hasta que cala los huesos. En las aulas, ya no es el profesor quien detenta la palabra sagrada: ahora compite con el algoritmo, y bajo el peligro de ese zapping mental, de quien no espera más de treinta segundos antes de desconectar.
Para más inri, el estudiante ya no es aprendiz, es cliente desleal. Y como tal, reclama, compara, exige. Mientras tanto, la figura del docente se achica, reducida a silueta gris en la burocracia. Lo peor es que ya no se le pide enseñar, se le pide resistir.
Y en esa vulnerabilidad, el docente también se extravía. Porque cuando ya no se le permite enseñar con sentido, cuando su tarea se reduce a aguantar, contener o improvisar entusiasmo, su identidad se resquebraja. ¿Qué queda de una persona cuando su oficio ya no la sostiene? Ya no es guía, ni faro, ni siquiera interlocutor. Es figura de fondo, pidiendo permiso para seguir existiendo.
Todo esto no es una catástrofe visible sino una fragilidad estructural silenciosa. Vivimos en un estado de confusión constante, de agotamiento invisible, donde todo es inmediato pero nada es profundo.
Sin ese pensamiento crítico ni referentes sólidos, se vuelve más fácil caer en la trampa de los discursos simples, de los algoritmos que alimentan sesgos, de las burbujas que confirman lo que uno ya cree. Sin herramientas para cuestionar, una se traga lo que le conviene creer.
Si no hay tiempo para pensarse ni fricción con la autoridad para definirse, el riesgo es depender en exceso del reconocimiento externo inmediato: los likes, los seguidores, la aceptación de grupo. Lo que soy es lo que los demás ven, ¿qué (me) pasa cuando estos dejan de verlo?
Cuando no sé quién soy, todo se tambalea. Cualquier crítica se vuelve personal, cualquier límite se percibe como violencia, cualquier desacuerdo se vive como rechazo. La falta de una narrativa sólida sobre mí misma me fragiliza la autoestima y amplifica la ansiedad.
Pero no sólo se trata de mí, de ti o de la estudiante del bocadillo. Toda una ciudadanía que no sabe quién es, que no se siente parte de nada, que no cree en el valor de la deliberación o del disenso respetuoso, tiende a retirarse. A no votar. A no participar. O a participar desde la rabia. Porque sin identidad compartida, la democracia pierde su base emocional.
Pero hay esperanza: la identidad se puede (re)construir. Pero requiere tiempo, guía, preguntas difíciles, espacios donde equivocarse sin ser cancelado. Y también referentes. Personas que no quieran agradar, sino invitar a pensar.
Por todo esto, hay que alimentar la curiosidad en lugar del algoritmo. Y educar —por favor, educar— el pensamiento crítico.
Impresionante.
Es un tema que, en estas semanas, está pasando cerca de mis vías del tren y me asusta e inquieta bastante.
Gracias.
Hola, Beatriz, no se si lo sabes, pero este artículo tuyo es la GRAN HISTORIA de hoy:
https://columnas.substack.com/p/son-las-recomendaciones-lo-primero