Vestirse para el éxito
Sobre la dictadura del "dress code": cuando tu armario decide tu valor
Cuando yo era joven e ingenua —y aún creía que el mérito profesional se medía en capacidades y no en centímetros de tela— viví una anécdota que rozó lo surrealista, tan absurda que, precisamente por eso, se quedó grabada a fuego en mi memoria. Lo que me pasó es de esas vivencias que te golpean primero con desconcierto y, tiempo después, con una claridad incómoda.
—Tengo un conflicto con X y no sé cómo atajarlo —empecé a contarle a mi jefa de entonces, sintiendo cómo las palabras se arremolinaban en mi garganta, buscando salir ordenadas.— El caso es que…
—¿Por qué llevas el cuello al aire? —me interrumpió, clavando en mí una mirada de desaprobación.
—¿Perdona? —respondí, intentando procesar la absurda dirección que tomaba la conversación. Otra vez, aquella mujer prestando atención a mi ropa. Yo llevaba tiempo siguiendo sus consejos en la formalidad de mis trajes y vestidos, pero al parecer nunca conseguía satisfacerla. Para darme pistas de cómo hacerlo incluso llegó a hacer un sistema de puntos para mí y mis compañeras, como si fuéramos gimnastas olímpicas del vestuario corporativo. Aquí algunas perlas: “Los tacones suman un punto, cada color que vistas suma otro, si llevas medias también, pero ojo que las de color negro restan. Las uñas pintadas suman, el maquillaje demasiado destacado resta. Y recuerda, menos de 6 puntos está bien para tu casa, más de 10 es para salir de fiesta”.
—Llevas esta zona desprotegida —dijo mientras se llevaba los dedos a la base del cuello, justo donde se hunde la piel entre las clavículas, y los movía hacia los hombros.— Protégete. Este individuo puede llegar a ser peligroso. Ponte chaqueta, cúbrete.
Como tantas otras veces, no supe qué decir ante semejante sandez.
Las palabras, que hacía un momento peleaban por salir, se me desvanecieron de golpe. Mi mente buscaba lógica donde no la había —o eso parecía—.
No pude responder, me sentí desnuda, literal y emocionalmente. Como un lienzo en blanco en un mundo donde sólo importa el marco y expuesto en una galería donde, para colmo, sólo se mira el precio. Me levanté despacio y volví a mi escritorio… con el trabajo —el conflicto —sin resolver.
Un Ferrero Rocher envuelto en papel de periódico
Esto es lo que yo era para ella, un bombón mal embalado. Y es literal, me lo dijo en otra ocasión cuyo contexto no recuerdo bien, pero sí la emoción que me provocó cuando me lo dijo: mucha rabia e impotencia por no poder gritarle a la cara que la mierda envuelta en papel de oro sigue siendo mierda. Aunque esto no se me ocurrió al momento, ojalá hubiera sido tan rápida como capaz de hacerlo —resulta que en situaciones humillantes, la no-reacción es lo más normal que suceda—.
¿Era esto a lo que se reducía su apoyo profesional? ¿A cubrirme el cuello para resolver un conflicto humano y complejo? Aquella historia de las ropas y apariencias, con esa intensidad, duró algo menos de año. Lo suficiente para marcarme y hacer que mi vida laboral tomara otro rumbo al inicialmente establecido.
Y aquí estoy, exponiendo esta anécdota de mi vida al servicio de la comunicación y la divulgación —aquí escribí qué nos puede diferenciar a los escritores humanos de la Inteligencia Artificial—.
Esta situación me marcó para posicionarme. Proteger el cuello no era, ni debía ser, cuestión de pañuelos de seda ni cuellos altos. El cuello es donde reside nuestra voz, donde late nuestro pulso, donde mostramos nuestra vulnerabilidad más auténtica. Proteger el cuello, entendí con el tiempo, es proteger nuestra verdad, nuestra capacidad de comunicar y de ser. Es defender ese espacio vulnerable donde las palabras se forman antes de ser pronunciadas. No se trata de cubrirlo con telas y apariencias, sino de fortalecerlo con autenticidad y dignidad. Mientras mi antigua jefa se obsesionaba con ocultar centímetros de piel bajo capas de decoro, yo aprendí que la verdadera protección no viene de una prenda, sino de la capacidad de mantener la cabeza alta y la voz firme frente a personas como ella.
El contrapunto
Prometo que esta anécdota es muy real, sin embargo, con el paso del tiempo, es probable que haya sido matizada por mis recuerdos. A pesar de que la tengo anotada en mi cuaderno de entonces, sólo apunté los hechos objetivos (lo que ella me dijo). La referencia al Ferrero Rocher tampoco me cabe duda de que objetivamente sí pasó. Pero no anoté nada de mis emociones, que son lo que de verdad perdura en la memoria. Esta, a su vez, es susceptible de ser alterada cada vez que evocamos un recuerdo. ¿Seguro que me sentí como ahora lo estoy describiendo? Si has leído cartas anteriores a esta, ya sabrás que mi memoria —y la tuya—tiende a reinterpretar los recuerdos según nuestras percepciones actuales.
Entonces…
La chaqueta, ¿un chaleco antibalas emocional?
Ahora, la vuelta a la tortilla. Empecemos derribando el mito.
No, el origen del traje de chaqueta no está en la armadura medieval. El traje que actualmente se usa en entornos profesionales surge como herramienta de distinción social —como en realidad siempre se ha usado la vestimenta desde que dejó de ser una mera protección para el cuerpo—.
Durante la Revolución Industrial, la emergente clase media profesional —contables, administradores, comerciantes— se encontró en un limbo social: era demasiado "fina" para ser obrera, pero sin el pedigrí necesario para ser aristocrática. Su solución fue crear un uniforme que fuera lo suficientemente caro como para mantener fuera a la clase trabajadora, pero lo suficientemente sobrio como para no parecer ostentoso.
Así, el traje de negocios se convirtió en una armadura social, una forma de decir "eh, puede que mi abuelo fuera minero, pero mírame a mí con estas telas”. 1
El poder y la ropa
Sorry por los anglicismos que se vienen, no soy fan de ellos pero me sirven para que que te sumerjas en el mundo corporativo, tan global, tan meeeehhh.
En el argot de los recursos humanos, por aquel entonces a los del traje y corbata se les empezó a conocer como los white collar —camisas blancas—, frente a los blue-collar —en relación a los monos azules que vestían los operarios de las fábricas—.
[Salto de tiempo]
Y entonces la mujer apareció en el mercado laboral de los white collar…
[un minuto más tarde]
…y con nosotras, el power dressing.2
Ay.
La palabra en sí ya huele a rancio, aunque el concepto desgraciadamente sigue vigente. El power dressing es simple: vístete como el poder al que aspiras. O en realidad, vístete como un hombre con poder, pero en versión femenina. Supuestamente, la mejor forma de que una mujer parezca competente es enfundándola en un traje que la haga parecer un ejecutivo masculino con tacones.
Como hace muchos años que trabajo desde casa y lo mío es el mullet fashion —formal de cintura para arriba para la webcam, y pijama chándal de cintura para abajo—, me chivan por el pinganillo que lo del power dressing de verdad que está siendo abatido y ya no es necesario ir con chaqueta que proteja de nada. Pero me resisto a aceptar esa supuesta neutralidad porque aquí estamos, en pleno siglo XXI, debatiendo si el blazer conjuntado con los pantalones palazzo en tonos nude serán los más apropiados para el próximo networking.
Cómo la ropa afecta a nuestro comportamiento
Pues resulta que sí, que ese blazer de color beige fue un éxito porque me veía —me veían— monísima.
OjO, que esto tiene nombre.
El fenómeno, bautizado como enclothed cognition por los investigadores Adam y Galinsky, sugiere que nuestra vestimenta afecta directamente a nuestro comportamiento y procesos mentales. No es sólo una cuestión de apariencia: cuando nos ponemos un traje formal, nuestro cerebro cambia de marcha. Los niveles de testosterona aumentan (sube el “empoderamiento”), el cortisol disminuye (baja el estrés) y nuestro pensamiento se vuelve más abstracto y estratégico. Es como si el traje fuera un interruptor que activa nuestro "modo ejecutivo".
En su experimento más famoso, estos investigadores demostraron que las personas que vestían una bata de laboratorio cometían menos errores en tareas de atención que aquellas que vestían ropa normal. Lo más interesante es que cuando a los participantes se les decía que la misma bata blanca era una bata de pintor, el efecto desaparecía. Es decir, no es sólo la ropa en sí, sino el significado simbólico que le atribuimos.
¿Significa esto que debemos rendirnos a las políticas de vestimenta estrictas? No necesariamente. Pero sí sugieren que, al igual que un atleta se pone su equipación para entrar en "modo competición", el vestuario profesional puede ser una herramienta poderosa para activar ciertos estados mentales y comportamientos. La clave está en encontrar el equilibrio entre aprovechar este poder cognitivo y no dejar que se convierta en otra forma de tiranía corporativa.
Y ahora sigamos hablando de negocios… hablemos de dinero.
Escribir este artículo me lleva varios días, y por ello te quiero contar dos cosas.
La primera, desde que empecé a preparar este artículo me persigue un anuncio por las redes que reza algo así como “Vístete como una directiva sin parecer una directiva”. Sin entrar en detalles, si al coste real de mantener un "armario profesional” le sumas la trampa de que hay que invertir en básicos y fondo de armario, las mujeres nos dejamos un dineral en trapos y complementos. ¿Sumamos también esto al salario de menos que solemos cobrar en comparación con los hombres? No me suena de haberlo visto en ninguna estadística :)
La segunda es que no vengo a pedirte una suscripción de pago porque ya lo hice por otros lares y concluí que no quiero que el lector pague por estas cartas, quiero que el lector lea (y se suscriba, y comparta. Reenvía este email a 10 personas y el rey de Zimbabue te enviará 10 millones de pesetas a través de mi paypal). Que sí, que hay que darle valor a estos tochos que me curro, que los hago para mí pero también por ti. Entonces, una forma sencilla es que regales un libro esta Navidad y lo compres a través de esta editorial tan majísima (que usa su propia web, no Amazon). Esto es un enlace de afiliados de Next Door. Lo que ellos hacen, según lo cuentan en su escaparate digital: “Aquí combatimos la desinformación y las fake news con contenido riguroso y accesible hecho por los y las científicas de nuestro país”. Si entras a su web a través de este mail y compras un libro, de lo que pagues me dan una comisión a mí. Ellos ganan, yo también, y tú apoyas este proyecto. ¡Gracias!
Beau Brummell (1778-1840) fue una figura clave en establecer el traje masculino moderno. Él estableció la idea del traje sobrio y bien cortado como símbolo de elegancia, alejándose de los estilos más ornamentados del siglo XVIII.
El concepto de power dressing se popularizó gracias a los manuales de John T. Molloy Dress for success (1975) y Women: dress for success (1977). Este hombre blanco y caucásico sugirió un código de vestimenta profesional específica, recomendando el traje con falda como “uniforme” que ayudaría a las mujeres a adquirir autoridad, respeto y poder en el trabajo.
Para saber más…
Adam, H., & Galinsky, A. D. (2012). "Enclothed cognition". Journal of Experimental Social Psychology, 48(4), 918-925.
Este es el estudio seminal que acuñó el término y realizó los experimentos con la bata de laboratorio.
Breward, Christopher (2016). "The Suit: Form, Function and Style". Reaktion Books. Considerado como uno de los textos más completos sobre la historia del traje moderno.
Entwistle, Joanne (2015). "The Fashioned Body: Fashion, Dress and Modern Social Theory". Polity Press.
Johnson, K., Lennon, S. J., & Rudd, N. (2014). "Dress, body and self: Research in the social psychology of dress". Fashion Theory, 18(1), 1-32.
Karl, K. A., Hall, L. M., & Peluchette, J. V. (2013). "City Employee Perceptions of the Impact of Dress and Appearance: You Are What You Wear". Public Personnel Management, 42(3), 452-470.
Molloy, John T. (1975). "Dress for Success". Peter H. Wyden Publisher.
Molloy, John T. (1977). "Women: Dress For Success". Warner Books.
Entiendo perfectamente todo, pero todo lo que escribes.
He sido víctima del “Corporate Dressing”.
Toda mi vida profesional la he vivido en trajes de 1000$ o más. No porque me gustaban ni porque estaba confortable con un nudo de corbata atado a mi cuello como un collar a un pero.
Lo hice porque era un artista en mi corazón y en mi alma, si algo así existe, porque soy ateo y no creo. Pero lo hice porque me casé muy joven y pronto descubrí que con eso venían responsabilidades financieras que nunca podría cumplir siendo artista sin patrocinio.
Vendí mi guitarra, me casé y salté en la mentira más grande de nuestra sociedad.
“L’habit ne fait pas le moine.” Es un dicho francés que se traduce con tu metáfora que un trozo de mierda no se convierte en un precioso chocolate Ferrero Rocher porque lo embalas en un papel dorado.
Pero sabiendo eso me empeñé en demostrar que se podía engañar al mundo entero si sus ojos se lo creían.
¿No es lo que hacen los artistas? Consiguen con su arte, no con sus trajes convencernos que son el personaje que interpretan. Ojo no es el traje que nos convence, es su arte.
Pues un comercial es un artista que vende con su arte. Su traje es un accesorio indispensable, eso sí, pero si el chocolate no es bueno tiene poco futuro.
Yo lo conseguí y viví muy bien de mi arte. Pero en un mundo asqueroso. El mundo corporativo.
Te contaría más, pero es tu espacio no el mío.
Gracias por haber puesto en palabras todo lo que yo también he aguantado durante mi vida.
Inserte gif de Meryl Streep en Devil wears Prada mirando de arriba abajo. 😳😵